Fernando Galindo, socio del c de c, decidió regresar a las tradiciones familiares. Y apostar, en un momento dado de su carrera, por compaginar su trabajado como creativo con el de la industria del vino. No tenía los medios suficientes, ni la experiencia, pero le sobraban las ganas y comenzó a informarse de todos los procesos posibles. Y así fue como, un tiempo después, puso en marcha su idea.
La necesidad de evadirse, punto de partida
Todo aquel que se dedica a la publicidad sabe que es una profesión absorbente. “Secuestrante”, diría yo. Muchos se evaden yendo a terapia. Otros viajando. Otros haciendo música. Otros escribiendo. Otros saltando al ritmo de la música en los Festivales… Pero mí me dio por el vino. No por empinar el codo, como en los tiempos de Mad Men, sino que me dio por hacerlo.
La verdad es que siempre me ha atraído el mundo del vino y lo que le rodea. Me imagino que debo llevarlo en la sangre, ya que mis abuelos y mis tatarabuelos fueron viticultores, y quizás también porque mi padre siempre ha tenido la afición de reservar botellas que le gustaban para abrirlas cuando fuera viejecito. Aunque realmente esta idea empezó a tomar cuerpo cuando comencé a probar vinos que no eran los convencionales. Esos que a veces se servían en las comidas con clientes y productoras, en la época en la que había muchas comidas con clientes y productoras. Algunos de ellos eran elaborados por pequeños viticultores que sacaban al mercado un número muy limitado de botellas. Y fue precisamente eso lo que de verdad me animó a meterme en un mundo que no era el mío. Y leer varios artículos que hablaban de que en Francia y en todo el mundo había valientes que hacían grandes vinos con muy pocos medios, en garajes o en pequeñas naves. Ninguno era rico, como yo, ni tenía el dinero suficiente como para montarse una gran bodega, como yo, pero eso no les impedía obtener excelentes resultados. Si a esto le sumamos que descubrí que mi abuelo le había dejado en herencia a mi madre una pequeña viña de 0,35 hectáreas en el pueblo donde nació, mi cabeza se llenó de fantasías y pronto me imaginé siendo el Chase Gioberti de la publicidad. Porque, además, esa viña estaba dentro de la Denominación de Origen Toro, cuna de grandes vinos. Aquellos que Colón se llevaba en sus travesías a América. Aunque cuando llegó el día de verla en persona, también llegó la primera decepción. La viña estaba completamente abandonada y era irrecuperable, por lo que tuvimos que arrancar las cuatro cepas maltrechas que quedaban en pie. Pero eso no consiguió apearme de mis sueños. Así que, después de llevar unos cuantos años dándolo todo en la agencia Contrapunto, en 2004 decidí aprovechar la oportunidad de comprar un viñedo centenario que un primo de mi padre me ofreció por 4 millones de las antiguas pesetas. ¡Un chollo! Y, por qué no, un Plan B. ¡O un plan V!
De la idea a la acción
Vale, ¿y ahora qué? Tenía un Ferrari, pero no tenía ni idea de ponerlo en marcha. Así que tuve que aprender a “conducir” una viña y una bodega. Y lo hice. Estudiando un poco, leyendo mucho, visitando elaboradores y escuchando, no a los que más sabían, sino a los que mejor lo hacían. Y, sobre todo, aprovechando que mi compañera de vida se cogió un año sabático de su profesión de enfermera para formarse como elaboradora de vinos en la Escuela de la Vid de Madrid, con el fin de enseñarme mucho de lo que ahora sé. Por el camino descubrí que hacer vino me gustaba tanto o más que hacer anuncios. ¡Ah!, también descubrí que había que mirar al futuro, por eso, un año más tarde planté 4 hectáreas más de viñedo. Y el año que nació mi hija, replanté la pequeña viña de mi madre, por si no era suficiente lío ser padre. Y descubrí que había que autofinanciarse, así que tocaba destinar una parte de mi sueldo para asumir los gastos e invertir en equipamiento e infraestructuras, hasta que algún día llegasen los ingresos. Y muy importante, también me di cuenta de que había que conseguir manos que te echasen una mano, porque yo vivo en Madrid, pero la bodega está en Zamora. Por lo que necesitaba encontrar a gente de confianza que labrase, podase y cuidase las viñas con el cariño que lo haría yo. Y tras unos años vi que mi hobbie se había convertido en otra profesión más, con la responsabilidad y el sacrificio que eso conlleva. Y lo que un día hice casi a modo de terapia, en 2012 lo inscribí en el Consejo Regulador D.O. Toro convirtiéndome en la bodega más pequeña de todas las que había y hay. Y en 2013, después de muchas pruebas, muchas elaboraciones, muchas barricas llenadas y vaciadas, después de darle muchas vueltas al nombre, después de pensar mucho en el diseño de la etiqueta, en el modelo de la botella y en cientos de detalles más, por fin saqué mi primer vino al mercado. Sí, por fin. Pero ahí no acababa la cosa. Ahí empezaba la cosa. Ahí empezaba el papeleo de verdad, la eterna burocracia administrativa. Ahí empezaba el buscar distribuidores que me ayudasen a vender, porque como me dijo un famoso bodeguero de la zona: “lo más difícil del vino no es hacerlo, es venderlo”. Y empezaba eso de ir a ferias y salir en revistas especializadas y conseguir puntos Parker, que es como ganar un León en Cannes… Vamos, parecido al mundo de la publicidad, pero sin tanta gente con gafas de pasta.
Parece duro. Y lo ha sido. Pero en mi caso, ha merecido la pena tanto madrugón, tantos kilómetros solo en el coche, tantos sinsabores. Porque, aunque me he perdido muchos momentos de estar con los míos, con mi mujer y con mi hija, con mis amigos y con mis compañeros de trabajo, sé que he ganado muchas otras. Entre ellas, evitar tener que tumbarme en un diván para contarle las cosas que yo le he contado a mis uvas todos estos años. Así que, si tienes un Plan B, C, P o Z, sigue el consejo que dice NIKE en su claim: Just Do It. Porque mola.
P.D.: Todo este sueño hubiera sido imposible sin haber tenido a mi lado el mejor apoyo físico y emocional que he tenido y tendré nunca: mis padres.